EL ARTE ABSTRACTO EN LA CALLE, “Eludir el diagnóstico.” -artículo de Elian Chali

 

Con el cierre de la exposición instalación EnTrance, seguimos pensando el lugar del arte abstracto en el arte urbano contemporáneo. El muralista, pensador y gestor de proyectos culturales Elian Chali (Córdoba - Argentina, 1988) abre el camino a la reflexión.

Artículo:

Eludir el diagnóstico.
Semiótica desviada para ciudades normativas

Elian Chali, Diciembre 2022

 
 

Eludir el diagnóstico.

Semiótica desviada para ciudades normativas

Cualquier persona que habite alguna gran ciudad, puede percibir la presión de las imágenes que configuran el paisaje. La publicidad, los monumentos, la propaganda política y también el arte público, se encargan en conjunto con la arquitectura y el urbanismo de escribir narrativas específicas para cada contexto. En las capitales más importantes, es difícil escaparse de la intimidación generada por las marcas de lujo luciendo sus mejores modelos. En otros lugares podemos sentir algo similar producido por monumentos a próceres que no idolatramos o a políticos con intenciones de arrancarnos nuestros votos, sólo por nombrar algunos ejemplos. La ciudad como territorio, que es el corazón de todas las revoluciones y también el dispositivo de control a fisurar para ir al encuentro de la vida con otrxs, es también un lugar donde se producen imágenes, estéticas, representaciones y guiones cargados de signos a interpretar. 

En la década del 2000 -y si quisiéramos otorgarle un nombre específico podría ser los años Pre-google- comenzó un lento estallido mundial de formalización del arte en el espacio público que durante las décadas anteriores no había tenido tanta estructura institucional ni los ojos de la prensa encima. Me refiero al fenómeno posterior del graffiti, a las estéticas callejeras, particularmente al universo del arte urbano. En sus comienzos este gran paragua fue un refugio amable para aglutinar ciertos posicionamientos políticos en relación a las instituciones artísticas, a la usabilidad de la ciudad como plataforma creativa y sobre todo un lugar de reunión para muchas personas que no sufrían la urgencia de definir el deseo opaco de la expresión. El arte urbano de principio de siglo estaba embebido de una rebeldía extraña, quizás demasiado tibia en relación a los procesos de lucha social que inauguraron las crisis de la nueva era y con una preocupación excesiva por los asuntos estéticos de la época y el entorno. Esta posición imprecisa, que en determinado momento se presentó como potencia antagónica de las categorías artísticas, terminó funcionando como aceite para la maquinaria de la gentrificación, la estetización de problemáticas estructurales relacionadas al hábitat y en muchos casos como maquillaje cultural a disposición de las corporaciones y los Estados.

La lógica de plataformas -en sus comienzos con el universo blogger, posteriormente con las redes sociales y buscadores- ha gestionado el fenómeno sin reparos; el arte urbano dependiente del aparato mediático por su condición efímera y de sitio específico y el ecosistema de internet precisando imágenes del mundo material que ilustren ese territorio virtual, por nombrar algunas circunstancias que reafirman la simbiosis. Esta relación es el primer gesto de higiene de estas prácticas; en las pantallas solo vemos con los ojos el recorte específico que quiera mostrarnos quien hizo determinada obra, sin la información del contexto sociocultural. El resto del cuerpo queda desafectado, dominado por el oculocentrismo. Las imágenes pulcras de edificios que no envejecen, que no están expuestos a la herida de la intemperie o a la intervención de otras manifestaciones que acontecen en el espacio público, distorsionan la temporalidad de la obra, reproduce la experiencia museística de la conservación, arranca la calle de la calle.  Sin embargo, y a pesar del desarrollo de lógicas de mercado abusivas que nos dominan a través de las plataformas, en esta expansión global del fenómeno también se configuraron resistencias tempranas. El gran paragua rápidamente dejó de funcionar como cobijo democrático para comenzar a distinguir prácticas, abordajes, posicionamientos éticos frente al mundo. Por suerte, hace mucho que no es todo lo mismo.

En paralelo a la abundante cantidad de murales diseñados con la lógica de los algoritmos para redes o los clickbaits del momento, también comenzó a gestarse una pintura abstracta geométrica extraña que no busca correspondencia a la línea histórica de la vanguardia ni adhiere a la idea del postgraffiti como herencia. Esta busca acercarse tímidamente al anhelo de poner en relación distintos programas de producción que sean vehículos hacia una experiencia vital distinta para la obra en contexto. Tomar distancia  de los antiguos lugares comunes como la dicotomía museo-calle o el carácter revolucionario obligatorio de cualquier expresión en el espacio publico, operan como corrimientos intencionales para  construir un refugio donde quepan aquellos modos de vida que alojan algunas obras abstractas. 

Claro que no toda abstracción es liberadora solo por sus características formales ni toda figuración busca subyugar desde su comunicabilidad. Hacer foco en las distintas formas de producción resultará iluminador para poder identificar distintas reverberancias poéticas de la diferencia que encuentran asilo en la rareza del color y la forma. 

Si en el muralismo figurativo rige el imperativo del cuerpo sano y bello como filtro de inteligibilidad ¿cómo y dónde aparecen los cuerpos tullidos, rotos, heridos? ¿las vidas enrarecidas por la diferencia, la experiencia corporal lenta? ¿Será que los eslabones belleza-estética-representación es el único encadenamiento de sentido posible para el espacio público? Solo con revisar el vasto archivo de vivencias de personas con discapacidad en el espacio público para reafirmar que la participación de las economías sociales a la vista de todxs está determinada por capacidades corporales obligatorias, por cuerpos consecuentes con la norma  y por modos precisos de productividad emocional. Como no cualquier cuerpo puede transitar y utilizar la ciudad, tampoco cualquier cuerpo puede ser representado en imagenes monumentales. 

Pero estas ideas no tienen intención de preocuparse por lo que falta  o lo que no puede, de hecho esa es la esencia del capacitismo. Prefiero dar cuenta de lo que sí en términos de potencia. 

Algunas abstracciones, que a veces son solo juego de formas y colores, funcionan como ralentizador de la identidad, como pausa de la representación. Es decir, esas pinturas habilitan la posibilidad de desmarcarse del trabajo semiótico de la figuración, de descansar de la responsabilidad comunicacional del arte público, incluso también habitar el pantano de lo que no es tan fácil categorizar, gestionar su taxonomía.

Claro que la pintura abstracta también está cargada de signos, pero el marco donde acontece desfigura la ciencia que la determina. Al no estar mediado por los filtros que preparan el encuentro con una obra de arte al ingresar en una sala, museo o galería -es decir, tener una aproximación de lo que va a suceder, saber previamente que lo que estamos viendo es un trabajo artístico en un contexto expositivo, etc.- la ciudad exhibe de manera abrupta, quizás hasta torpe y sin jerarquías. Aunque no sea lo mismo, vemos obras de arte, monumentos o publicidades compitiendo al mismo nivel por atención. Sin embargo, allí radica la potencia de la indefinición: la posibilidad de que la obra de arte sea otra cosa, sin mediación ni preámbulos. Una experiencia estética que fugue al imperativo de la razón y el entendimiento que atormenta en el arte. En el caso de la pintura abstracta extraña, esta apuesta es doble; no solo emerge en un contexto sin jerarquía en el que otorgarle la categoría artística no está dado ni resulta tan sencillo, sino que también se corre de la obsesión de la síntesis informativa del espacio público. Lo que se ve no es más que una puesta en relación. No comunica, no representa, no cumple tareas específicas. Para poder reconocer estas corporalidades de obra extrañas, sirve de ejemplo señalar los casos de pinturas hegemónicas: las que respetan y siguen la composición del soporte: ejes cartesianos, limites, volúmenes. Las que representan seres y escenas reconocibles y correctas: paisajes agradables, cuerpos normales, figuras conocidas. Las que evocan situaciones incrustadas en el imaginario social como las correctas: un momento histórico recordable, un imagen cotidiana, un juego formal sencillo. 

Pero como señalé anteriormente, más que fijarme en las faltas, prefiero centrarme en sus posibilidades. Porque las corporalidades de obras extrañas en el espacio público no está preocupada por atender esa confrontación, es decir, su obsesión no es la guerra.

Porque la contra-semiótica no se trata de vaciar de significado, sino de deformar las lógicas de representación en esos signos. De abandonar la obsesión por categorizar. De desistir de la función de la razón para volver al cuerpo.

Porque el cuerpo de obra puede ser un cuerpo debilitado, un cuerpo negado que también importa. Es ese el motor vital, agenciarse con otros cuerpos de obra similares, encontrar un lugar en el mundo. 

Porque las biografías queer/crip también necesitan un descanso de las políticas identitarias de la época. No instituir una nueva verdad si no imaginar otras ficciones.

Porque hay otros modos políticos de hacer arte que no cueste tanta vida.

Porque la abstracción contra-semiótica confronta la demanda de la sanidad. Elude el diagnóstico patologizante de lo reconocible. 

Porque lo inaceptable de algunos cuerpos, significa también ser incapturable. Hacer de la diferencia el túnel de fuga más que la frontera de marginación.

Elian Chali
DIC.2022

Produció i Gestió